Eran tiempos revueltos, de corazones al rojo, de enardecidos sobacos al viento y puestos de cara al sol. Vizcaíno Casas aún no había amenazado con resucitar a Franco al tercer año para enriquecer todavía más a un editor y a su estirpe a prueba de regímenes, incluso de adelgazamiento. En ese año de 1977 y desde una imprenta de esa Barcelona que aún respiraba libertad, dos hombres parapetados tras gruesas gafas de pasta se asomaban a los anaqueles de la historia asomados a una fotografía de pésima calidad, en la contraportada de un libro inusual. Eran Jesús Torbado y Manuel Leguineche, que flanqueaban a un "topo". Quien los miraba era yo, como he vuelto a hacer ahora, tres décadas después.
La mala encuadernación de aquel libro lo terminó por convertir en un frágil fósil de 481 páginas, de un indefinible marrón evanescente, cuajado de unas letras apretadas y no siempre bien definidas, hojas que arropaban un pliego de fotografías en blanco y negro que se empecina en volar, despegado, cada vez que lo rescatas de la estantería. Y aun así, ha sobrevivido.
En aquel 1977, con 16 años, uno no andaba entre la reforma y la ruptura, como el lector podrá disculpar, sino entre aquella rubia y esa otra morena, guapas ambas y coincidentes las dos en no hacer caso de un chico desgarbado que, tartamudo contumaz, aspiraba a ser algún día algo así como periodista. Aquel libro era periodismo en estado puro, sin parecerlo. Fue la primera lección para el oficio. Fue toda una lección para la vida.
Entre las terribles historias de "Los Topos" quiso el destino que hubiera dos cuyo escenario me fuese más cercano que otros. Ese propio destino, juguetón y sarcástico, también permitió que una de esas víctimas de la sinrazón fuera un "rojo" y otro, un "nacional. A Manuel Corral Ortiz le pusieron por sobrenombre para la ocasión "el topo azul": más de un año escondido por ser de Loranca en el momento menos oportuno. Peor le fue incluso a Andrés Ruiz, 20 años oculto en Armuña de Tajuña, enfoscado.
Andando los lustros y las guerras, que las hubo para dar y contar, Manuel Leguineche Bollar se fue haciendo Manu, que es lo que correspondía... para terminar dejándose caer de nuevo por esta tierra de odios feroces, inquinas más agrestes incluso que la tierra llena de heridas que las regurgita cuando le viene en gana. Volvió de nuevo "Manu" a Guadalajara buscando refugio, acomodo, descanso y partidas de mus. Todo eso lo encontró sobradamente, pero también la amistad franca de muchos y el cariño de muchos más. El escenario que fue de la sinrazón acabó siendo el de la convivencia. Se ve que somos buenos para el odio pero mejores aún para la hombría de bien. Deo gratias.
(...)
Si somos, seamos nuestros recuerdos y que nadie nos los robe. Por eso, cuando el viejo volumen de Argos/Vergara, el de los puños cerrados emergiendo del suelo hasta llenar toda la portada, volvió a estar ante mis ojos se me llenó el alma de un agradecimiento estremecido a un vasco cansado, vecino de Brihuega y ciudadano del mundo. De este puto, cabrón y maravilloso mundo del que todos tenemos la obligación de hacer un retrato fiel... ya veremos luego si para amarlo, odiarlo o, simplemente, intentar mejorarlo.
Mientras tanto, gracias, Manu, por intentarlo.
(Artículo incluido en el libro de homenaje a Manu Leguineche, publicado en 2007 en edición coordinada por Raúl Conde, Pedro Aguilar y José García de la Torre).