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La Crónica de Guadalajara
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Martes, 3 de agosto de 2021
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¿Y si dinamitásemos el Infantado?

El Patio de los Leones, según una litografía de VIllaamil.
La opinión semanal de LA CRÓNICA DE GUADALAJARA
Actualizado 5 octubre 2015 20:13. Primera publicación 5 octubre 2015 19:55.
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(Este artículo, publicado el 29 de octubre de 2007, fue distinguido con el Premio de Periodismo "Libertad de Expresión", en su segunda edición, concedido por la Asociación de la Prensa de Guadalajara)

Plantear la demolición del Palacio del Infantado puede parecer un simple exabrupto del abajo firmante. Y, en efecto, aceptemos que es un exabrupto, pero quizás no tan simple.

En estos días y semanas marcados por esa entelequia imposible que han llamado "Memoria Histórica", en Guadalajara deberíamos bucear de verdad en el tiempo pasado y no quedarnos en la guerra civil, donde se produjo el penúltimo intento serio de acabar con el edificio de marras. Unos cuantos siglos atrás, el palacio fue el símbolo del poder de una sola familia sobre toda una ciudad y sobre sus más que extensos territorios. Quizá los Mendoza no tuvieran más tierras que Juan José Cercadillo o que Félix Abánades, pero mandaban más que ellos, que ya es decir.

Los que quieren mal a los guadalajareños les llaman "arrastraos", más por mala baba que por ilustrar lo que fueron o hicieron allá por la Edad Media o el Renacimiento los que nos precedieron en dormir por aquí. El mote, pese a todo, puede que tenga sus razones pues resulta difícil imaginar una etapa de arrastramiento voluntario, colectivo y consentido más prolongada que la que vivió Guadalajara desde el siglo XIV hasta que los señores se cansaron de apacentar su cortijo a orillas del Henares y prefirieron ser cortesanos a la vera del Manzanares. La ciudad no descansó: simplemente se esfumó, de sometida que había estado por centurias al feudalismo de don Íñigo (el primero, no el aviador) y sus sucesores. El Palacio del Infantado es recuerdo de eso y de las muchas fechorías concomitantes que para evitar prolongar este artículo es obligado omitir.

Pero si remontar la memoria histórica unos siglos atrás les resulta a algunos un viaje excesivo y azaroso, podemos quedarnos en el siglo XX, que nos pilla más a mano. La aviación de Franco no quiso incendiar el palacio, que a tanto no les llegaba la pasión destructora; buscaban las máquinas de la Eléctrica en la calle Museo y erraron el tiro por varios cientos de metros. Tras el desastre originado por las llamas, ya entre los cascotes la desgracia nos regaló un espectáculo de décadas, que aún dura.

Si el Palacio del Infantado representa hoy algo por encima del gótico isabelino de su fachada es la inmensa capacidad para el despropósito que tienen nuestras administraciones. Bajo la dictadura de Franco teníamos una, que funcionaba mal; ahora tenemos tres, que no lo hacen mejor.

Con el palacio arrumbado, el Ministerio correspondiente se puso a la tarea de reconstruirlo, con la inestimable ayuda de don Francisco Layna Serrano, que animó a la autoridades (in)competentes a inventarse una nueva fachada, con el pretexto de que así se recuperaba la originaria. Desplazó los salvajes hacia donde quiso y más convino a su manera de entender la historia. Al menos lo hizo desde el alcarreñismo militante. Y eso es lo que ahora tenemos ante nuestros ojos, salpicado desde hace tiempo por unos azulejos conmemorativos que ofenden la vista y soportado (es un decir) por una humedad insidiosa que, de seguir así, algún siglo de estos puede terminar por ahorrarnos el trabajo de la demolición.

Con la reinvención del Palacio del Infantado sentó cátedra en Guadalajara el espanto administrativo de disponer de un edificio particular -nunca ha dejado de ser propiedad de los herederos, que sólo lo cedieron para usos culturales, usufructo parcial incluido-, pagado de nuevo con fondos públicos (estatales) al igual que ya lo fuera como cuando se apañó en el siglo XIX para orfanato militar (pagado con fondos municipales). Eso que tenemos ahí no es sólo ni principalmente el monumento más conocido de la ciudad, sino el campo de batalla predilecto desde hace medio siglo para que ni el Ayuntamiento de Guadalajara, ni la Consejería de Cultura ni el Ministerio de lo Mismo logren un mínimo acuerdo desde el que arreglar de una vez por todas el desaguisado jurídico-administrativo-funcional en el que naufraga el inmueble.

El lector avisado habrá caído en la cuenta de que si decimos que naufraga no es por una simple figura retórica. El Palacio del Infantado flota literalmente sobre las aguas que durante siglos han buscado su salida hacia el río y los reflujos causados hábilmente por quienes construyeron a sus pies el magnífico túnel que debía enlazar el centro con el futuro urbano de la ciudad. Aguas Vivas le llaman a eso. Aguas vivas y con muy mala leche, habría que añadir.

Y es que el propio Palacio del Infantado es en sí mismo el ejemplo señero de cómo desvalijar a la provincia de sus mejores piezas arqueológicas para terminar apilándolas en un almacén, dicen que por falta de espacio!!! Si los vecinos de Gárgoles, por decir sólo un caso, tuvieran un mínimo aprecio por lo que pasó en su pueblo hace milenios estarían ahogando días y noches sus penas con aguardiente de Morillejo, que ese es también otro monumento casi perdido. Dicen que no hay en el Infantado un Museo que merezca tal nombre porque las humedades lo impiden. ¿No será más bien que lo impiden los pobladores ocasionales de ciertos despachos, que ni con la sequía pertinaz y recurrente que ha asolado España en los últimos lustros han sido capaces de disimular su espantosa sequía de ideas?

El Palacio del Infantado es, en fin y por ir poniendo término de algún modo a la relación, el penúltimo regalo hecho por Guadalajara a María de las Nieves Calvo Alonso-Cortés. Durante años fuimos pocos los que criticamos a la susodicha en su versión Blanca Calvo como gestora, política encubierta, luego política declarada y siempre (por aquellos años) inquilina de un espaciosísimo piso en los altos del edificio, que multiplicaba por ocho el estándar frustrado de la ministra Trujillo. Con sus defectos (que los había, pese al furor de sus incondicionales), doña Blanca de Valladolid y las Alcarrias supo justificarse el sueldo y el techo, dando un uso tan intenso al Palacio que a punto estuvo de cargárselo ella sola con sus múltiples iniciativas culturales, sin dinamita ni nada. Echando la vista atrás, uno añora las pintadas de las escaleras (tantas y tan variadas formas de literatura popular...) a la vista de que lo único que ahora se enseñorea del Infantado son las cagadas de las palomas.

Mientras tengamos el Palacio del Infantado ahí y así no deberíamos sentirnos orgullosos de él. Menos aún hasta el extremo de un José María Bris, capaz como fue de la insensata idea de promoverlo como Patrimonio de la Humanidad, más o menos por los mismos años en que otros hacían lo propio con la Arquitectura Negra. Ni estos ni aquel tuvieron pudor en gastar tiempo en semejantes fruslerías administrativas, mientras se le seguían cayendo las calizas de Tamajón a trozos o disueltas como azucarillos. Tampoco ha vuelto a resoplar en lontananza ninguno de los cetáceos que llegó a dar por hecho que en las salas del Palacio se expondrían parte de los tesoros ocultos de los almacenes del Prado. Lo dijeron y se fueron ( más bien les echaron las urnas) y deben andar por las profundidades abisales, esperando a poder volver a resoplar felices por donde solían. Y aún habrá quienes lo usen como símbolo rutilante de Guadalajara.

Nos falta tradición minera y anarquista más allá de Hiendelaencina (otro de nuestros tópicos más recurrentes) como para ni siquiera pensar que un día pudiéramos encontrar el Palacio del Infantado dinamitado y por los suelos. Y quizá sea mejor que se mantenga en pie, aunque sólo valga para hacer pasear diez minutos por entre sus piedras ajadas a los jubilados manchegos... y para cabrearnos hasta el infinito quienes lo reconocemos como lo que en verdad es: nuestro mayor y mejor monumento local a la capacidad de los que nos gobiernan.

¿He escrito capacidad? En qué estaría pensando...



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