La razón es de los descreídos pero el mundo es de los iluminados. Sólo los convencidos tienen el impulso necesario para imponerse a los demás. Y así llevamos desde que salimos de África como especie, inventándonos formas de aprovechar a los animales o de aprovecharnos unos de otros.
Dado que el ser humano es simbólico por naturaleza, qué mejor que identificar nuestro ser común con una bandera, por más que quien las crea y las administra es siempre el que manda. Así es más fácil sentirse uno junto con otros y unidos todos frente al resto. Nada nuevo bajo el sol del otoño en esta Europa sin barreras pero con 28 convicciones nacionales agazapadas a la espera de levantar nuevas fronteras.
En una ciudad de Castilla, donde ahora habita la nueva morisma compartiendo sus calles con inmigrantes llegados de decenas de países de medio mundo, hay un balcón que de forma reiterada nos ilumina sobre la importancia real de las banderas. Es el de la fotografía, para que tengamos la precisa referencia.
En un piso de las llamadas Casas del Rey (porque las entregó un Borbón que no pagó por ellas) convive la colada de cada día con una bandera de España. A veces, calzoncillos y bragas acompañan a la enseña nacional; otras, sudaderas ya sin sudor; otras, pantalones de faena del que trabaja en la casa. Visto desde la distancia, el batiburrillo es todo uno, sin posibilidad de distinguir un trapo de otros. Más al detalle, se intuye en la persistencia de la bandera el orgullo de ser español por nacimiento. Algunos nativos esperan, melancólicos o exasperados, que los foráneos y sus hijos lleguen a celebrar a España como su patria, cuando millones de españoles reniegan de ella. Cosas nuestras, las de casi siempre, esas que nos hacen perder tiempo y esfuerzos preguntándonos qué somos en vez de serlo con provecho. De una vez por todas y para siempre, si fuera posible.
En esta mañana de un octubre cualquiera de un año casi vencido de un siglo que se escapa fugitivo, a este paseante le agrada tanto ver banderas de España en los balcones como balcones atestados de coladas tendidas al viento frío de la sierra. Le agrada verlo como mirón discreto, porque intuye que detrás hay personas que viven y que incluso dejan vivir: algunos, por que no pueden hacer otra cosa; la mayoría, por estar convencidos de que eso es lo mejor que está a nuestro alcance.
España es y está en ese balcón, sobreviviendo entre su bandera y unos calzoncillos a punto de secarse... que no cumplen, tendedero con vista a la calle, la Ordenanza vigente. Según están de imbéciles algunos de nuestros jueces, como para exigirle a este vecino un respeto a la ley que a quienes nos organizan las cosas del común parece no alcanzarles. Ellos, sí, capaces de dictar sentencias (o de aprovecharse de ellas) con los calzoncillos sucios.