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Miércoles, 4 de agosto de 2021 |
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Por encima de la refriega (política) | ||||||
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Actualizado 8 mayo 2009 | ||||||
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El 9 de mayo de 1950 Robert Schuman, francés pero con apellido propio de su fronteriza y disputada Lorena natal, consiguió que el proyecto de Jean Monnet, “el primer ciudadano honorífico de Europa”, un hombre inquieto, brillante, sorprendente, notable, sin estudios universitarios pero buen conocedor de su mundo y del de los otros como vendedor que era del coñac que producía su padre en la región homónima, fuera adoptado por el gobierno francés: Que en lugar de una integración institucional de Europa –imposible entonces- se persiguieran realizaciones concretas, capaces de crear una solidaridad de hecho colocando el conjunto de la producción francoalemana del carbón y del acero bajo una Alta Autoridad, en una organización abierta al resto de los países. ¿Poco? ¿Era poco? ¡No!, era mucho. De verdad. Era algo inmenso en una fase descorazonadora de la construcción europea. La disputa por el Sarre, país minero –muy próximo a la Renania natal de Helmut Khol- y gran centro metalúrgico, impedía la reconciliación entre Francia y Alemania, pues la primera pretendía desligarlo de la segunda, tanto desde el punto de vista económico como político; Whiston Churchil había dejado ya para la Historia su célebre discurso de la Universidad de Fulton, en 1946, en el que advertía que de Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, había caído un iron curtain a través del continente y construido un muro de la vergüenza; en los años siguientes los aliados de la guerra habían pasado a ser enemigos potenciales, y el golpe de Praga había hecho tomar conciencia de la plomiza e irrespirable “guerra fría”; Berlín, en fin, hubo de ser asistida por el puente aéreo de los aliados, y casi toda Europa, al contrario de la dos veces desgraciada España, recibía la transfusión vivificadora del Plan Marshall. Leí hace poco en un libro una expresión con la que no puedo estar más de acuerdo: Hay ocasiones en que el espectáculo de las ruinas estimula, y después de la Segunda Guerra Mundial (nuestra infame Guerra tampoco sirvió para eso), muchos europeos quisieron restablecer la grandeza de Europa, unir sus miembros dispersos, crear una patria común. Muchos inconvenientes había, desde luego, pero los europeos parecían convencidos al fin de que una Europa unida consecuencia de la conquista por un país determinado no era deseada por nadie. Se mostraron hartos de matarse como armañancs y borgoñones; saturados de alianzas para la guerra incluso en los periodos de paz, de cambiar la línea azul de los Vosgos, o cualquier otra línea, cuando creían tener mas cañones que el vecino; hastiados de que, otra vez, los hijos de Chauvin manifestaran por las plazas, de manera exagerada y ridícula, no se qué batalla ganada ahora al hermano. ¡No! No. No era poca cosa lo que comenzaba aquel 9 de mayo de 1950, ni mucho menos. Era el comienzo de una sociedad europea distinta, que respeta la humanidad y repudia la violencia, la de Hitler y la de los matones que apalean al alcalde de Loranca; una sociedad que busca una mejora de la calidad de vida para todos y repudia la supremacía sobre el vecino, que se ampara en el Derecho, en el consenso, en las instituciones y no en los cañones. Una sociedad que, aunque imperfecta, no tiene precedentes. Una sociedad, no obstante, que pese a tener medios crecientes también se siente amenazada. Porque la libertad, la seguridad, el bienestar, la paz, la justicia, sólo son posibles mediante un esfuerzo colectivo sostenido y sistemático, un esfuerzo generoso y diario que ayude a resolver las dificultades que surgen cada día, bien consecuencia de los legítimos intereses de todos los países que integran la Unión, bien de las propias dificultades que emanan de la compleja interacción de sus instituciones, de su Parlamento, de su Consejo, de su Comisión, de su Tribunal de Justicia. La gran idea de Monnet, embrión de los Tratados Constitutivos de la Comunidad Económica Europea y luego de la Unión Europea, ha pasado a la historia como el “Plan Schuman”, pero creo que a ninguno de los dos les preocuparía mucho: Del primero fue la idea y del segundo la energía para vencer las grandes resistencias del momento. Y de otros entusiastas como Adenauer (de Colonia, región fronteriza), De Gasperi (italiano tan fronterizo que llegó a ser diputado en el Parlamento Austriaco cuando el Trentino pertenecía a aquél país), Delors, González, Khol.... Todos ellos, con ideas diversas, eran europeístas convencidos. Unos soñaban con el tratado de la CECA, y otros con el Tratado de Fusión, con la moneda única o con el Acta Única Europea; algunos pusieron su empeño en embriones de defensa común que no fructificaron o de proyectos de Constitución Europea que embarrancaron. Todos, desde luego, repudiaron la “realpolitik” y la “paz armada” de los tiempos de Bismark, la política continua de guerra y de prestigio de Napoleón III, los intentos de supremacía de Napoleón y de Hitler, la lucha sin cuartel por Alsacia y Lorena, la paz armada que terminó dramáticamente en dos guerras mundiales, la triste Guerra Civil española.... En unos días los que representamos a las distintas opciones políticas expondremos nuestra particular visión de la Europa unida, y nos esforzaremos en señalar nuestras peculiaridades, nuestra ventajas. Hoy, no toca eso. Hoy toca homenajear el camino que ha seguido Europa en los últimos sesenta años y, muy especialmente, a los grandes hombres que la han hecho posible, con avances y retrocesos, con épocas fecundas y frenazos sonoros. Hoy toca pedir, suplicar, a los jóvenes que se interesen por este asunto, que les va mucho en ello, mucho más de lo que sospechan; y que de ellos dependerá en el futuro si viven en una Europa civilizada, cálida, con tendencia a la justicia, en un ámbito de libertad y seguridad casi único en el mundo, o en una tierra hostil, inhóspita, fraccionada, con menor peso relativo en un mundo irreversiblemente globalizado. Hoy toca decir a nuestros convecinos que, atendida nuestra historia, es inconcebible que un español sea euroescéptico, que hay que participar hasta donde se pueda, que hay que saber lo que pasa por ahí, que a nuestros hijos les va mucho, muchísimo, en ello. Porque, como dijo Goethe a los descorazonados prusianos derrotados en Valmy por el general alsaciano Kellermann (¡ay!, los Vosgos y el Rin otra vez), en 1792, es preciso recordar que “aquí, y en el día de hoy –pongamos el 9 de mayo de 1950-, comienza una nueva época de la Historia Universal, y podréis decir siempre que estuvisteis presentes”. Y además ahora –y, sobre todo-, con las armas de la democracia. Rufino Sanz Peinado es candidato del PSOE al Parlamento Europeo |
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