Dado que la segunda plaza de Madrid no es ni será en décadas la de Guadalajara, bien está que los aficionados de la Alcarria puedan tener ocasión de iniciar la temporada a cubierto en Vistalegre. Y allá que se fueron unos cuantos, desde el concejal Lorenzo Robisco al empresario Juan José Cercadillo pasando por el periodista Antonio Herraiz o el también concejal José María Alonso.
Tras atravesar el Manzanares y dejarse 50 euros de vellón por ver el anillo desde las alturas celestiales (que así de cara está la vida en el foro), al menos reconforta comprobar que Morante es diferente. Así lo pudimos comprobar los alcarreños en Las Cruces en una faena aún fresca en el recuerdo y así quedó en la retina este domingo en Carabanchel. Y más que en la retina, en el alma.
Lo de Morante es un torrente de torería auténtica, trascendencia pura frente a la insustancialidad que sobre la misma arena planteó Cayetano, totalmente desnortado. Y Talavante fue algo parecido a Talavante sobre todo en el que hacía quinto, derrochando zapatillas atornilladas, valor tras el topetazo inicial (fue arrollado al segundo pase cuando el toro era más locomotora que dulce bombón) y florilegio de demasiadas contorsiones para alargar los pases, lo cual los afea y los convierte en acrobacias casi circenses.
Morante hizo lo que hizo porque desde hace algún tiempo no sólo sabe, sino que también puede y, además, quiere. Derrochó valor. ¿Morante valiente? Lo fue y por eso hizo arte. Que la nobleza del toro derivaba en plúmbea morcillez se entrevía desde los primeros compases con la muleta: por eso fue crucial que el diestro (por la diestra) le fuese aguantando más y más y más, sin aspavientos, sin alardes que estorbaran el éxtasis creciente de un público que se le entregó como correspondía.
Una estocada defectuosa apuntando desde el codo hasta los blandos no merecía dos orejas. Daba igual. Era el momento de disfrutar lo irrepetible. Y, luego, de paladearlo en el atasco, de vuelta a casa.